Se libra en Brasil una batalla por la igualdad. Para sus partidarios, la prisión de Lula es un castigo al hombre que llevó el país a su punto máximo de igualdad social. Para sus detractores, la prisión de Lula es el símbolo de un Brasil donde todos son iguales ante la ley, se trate de un ex-presidente o de un vendedor de helados. ¿Es posible afirmar que alguno de ellos está equivocado?

 

A mediados de 2002 entré al bunker de campaña de Lula que intentaba ser elegido presidente después de tres derrotas consecutivas. Duda Mendonça, en mi opinión el artífice de su victoria, me llevó a una isla de edición donde daba los retoques finales a su última creación publicitaria.

 

Era la historia dos jóvenes, Pedro y Paulo, que representaban las dos caras de Brasil. Uno pobre y otro rico; uno desempleado y el otro universitario; uno tenía auto y el otro no; uno disfrutaba una vida llena de oportunidades y otro sufría una vida llena de privaciones. Dos existencias muy diferentes que se cruzaron fugazmente la noche en que Pedro asaltó y mató a Paulo. Segundos después la policía llegó y mató a Pedro. Y esa noche -como dice el locutor del comercial- el padre de Paulo tan rico y el padre de Pedro tan pobre, fueron apenas dos personas unidas por un mismo dolor: la pérdida de sus hijos.

 

-¿Entendiste? me dijo, Duda. -¡Nadie gana en un Brasil tan desigual! El comercial era casi una parábola bíblica que tendía un puente sobre la grieta que separaba la existencia de pobres y ricos en el último país del mundo a abolir la esclavitud. Era también un apelo emocional para construir entre todos un Brasil mejor para todos. Nacía así el Lulita paz y amor que dejaba en el pasado a aquel sindicalista de discursos duros y posiciones radicales que asustaba pobres y ricos por igual.

 

El nuevo Lula que nació en la elección de 2002 fue el mejor de todos los Lulas. No sólo para mi, sino para 87% de los brasileros que lo aprobaban cuando terminó su segundo mandato. La mitad, por lo que había hecho: mejorar la vida de las familias más pobres. La otra mitad, por lo que no había hecho: destruir las bases macroeconómicas creadas por Fernando Henrique Cardozo. Y todos, por haber conseguido mejorar el país y la vida de los brasileños sin dividir la sociedad, sin grieta.

 

Nunca Brasil fue tan optimista, nunca se sintió tan satisfecho, orgulloso y en paz consigo mismo como en aquellos años felices y distantes. Lula dejó el gobierno como un héroe nacional después de convencer a la mayoría de los electores que la desconocida y poco carismática Dilma Rousseff era la persona indicada para continuar su obra.

 

Dilma comenzó su gobierno sorprendiendo a propios y extraños. Intentó aproximarse a la clase media crítica del PT, mostrar un perfil de gobierno más gerencial, ponerle límites a los voraces aliados del Congreso y castigó los primeros episodios de corrupción en su gobierno despidiendo sumariamente a los funcionarios acusados.

 

Las reacciones internas no se hicieron esperar y el PT fue el primero a reclamar de la “falta de diálogo” y la terquedad de la nueva presidenta. En esos días, encontré un senador petista en un aeropuerto. Estaba enfurecido porque Dilma no prestaba atención a los reclamos ni del partido ni de los aliados del Congreso: -Lula va a tener que ponerle límites, me dijo. Y Lula lo hizo. Dilma fue quedándose aislada, su gobierno se fue paralizando y junto con él también la economía del país.

 

La épica petista del nuevo Brasil continuaba en la propaganda oficial pero el descontento social no paraba de crecer. Así llegaron las protestas de 2013 que tomaron por sorpresa no sólo al gobierno de Dilma sino a una clase política que, demasiado entretenida en su auto-celebración, había olvidado para quién trabajaba. Fue el primer aviso de que una nueva desigualdad estaba naciendo en Brasil: la que separaba políticos de ciudadanos. En una encuesta que hicimos en esos días, preguntamos: ¿Cuál es la desigualdad que más lo irrita en el Brasil de hoy? Políticos y ciudadanos obtuvo 86% de las menciones dejando muy lejos a las opciones ricos y pobres, negros y blancos, hombres y mujeres, etc.

 

En ese clima de insatisfacción creciente llegó la elección presidencial de 2014. La mayor promesa de Dilma fue evitar que la derecha volviese al poder para sacarle el plato de comida de la mesa a los pobres, literalmente. Dilma ganó y apenas una semana después de electa, hizo el ajuste que había prometido evitar, la gente se sintió traicionada, su gobierno comenzó a derretirse en su propia impopularidad, los antiguos amigos se volvieron enemigos y los enemigos se juntaron con los antiguos amigos abriendo camino al impeachment. La crisis económica aceleró la crisis política y viceversa y el país finalmente se paralizó.

 

Recuerdo un hombre en un focus group explicando por qué era a favor del impeachment: “O ella pierde su trabajo o yo voy a perder el mío”. Dilma perdió el trabajo y probablemente esa persona también porque Brasil entró en una especie de 2001 que dura hasta hoy y que ya dejó un saldo de 12 millones de desempleados y 200 millones de desilusionados. Para la gran mayoría, estos han sido cuatro años de crisis económica y pornografía política.

 

La Lava Jato mostró lo que todo el mundo suponía que pasaba. Mostró y demostró. Porque una cosa es creer que los políticos roban y otra es ver a López tirando bolsos con dólares en un convento. Comparado con lo que se vio por aquí estos años, lo de López es un chiste. Pero no sólo la corrupción enfurece a los brasileños sino todos aquellos pequeños privilegios que la clase política en general disfruta con total naturalidad, creyendo no solo que los merecen, sino que no tienen nada de malo. “Tienen chofer, un salario veinte veces mayor que el mío, les pagamos donde dormir, los pasajes y hasta los trajes que usan y aún así nos roban?”, dijo una mujer en mis focus.“¿Representar al pueblo no es suficiente privilegio?”.

 

En ese contexto de crisis económica, indignación general y ausencia de nuevas propuestas políticas, dos candidatos lideran las encuestas: Jair Bolsonaro y Luiz Ignacio Lula Da Silva. Los dos venden pasado por futuro. Lula, promete volver a los buenos tiempos donde él gobernaba, Brasil crecía y la vida de los pobres mejoraba. Jair Bolsonaro, un ex–militar devenido político que reivindica la dictadura y la tortura, promete volver a los viejos tiempos donde el orden imperaba y los valores morales eran respetados. Como suele suceder cuando nada nuevo y mejor se presenta, las personas miran para atrás y eligen.

 

Lula acaba de entregarse en el mismo lugar donde su historia comenzó: el Sindicato de Metalúrgicos de Sao Bernardo. Condenado por corrupción volvió a sus orígenes quien sabe en busca de aquellos tiempos en que soñaba un partido de trabajadores inspirado en los ideales más elevados. El Perón brasileño dominó el show hasta el último segundo y ahora sale de escena rumbo a la prisión cargado por una modesta marea de remeras rojas. El vacío que Lula deja tal vez radicalice los conflictos como los más pesimistas auguran. O tal vez saque de su zona de confort a una clase política lula-dependiente y eso abra nuevas posibilidades, como muchos queremos creer. Eso nadie lo sabe aún.

 

Lula entra en la prisión dejando tras de sí un Brasil confuso y dividido donde las desigualdades se acumulan. Afuera quedan los que gritan “Lula libre” y los que gritan “Lula Preso”. Ambos son parte de un Brasil que quiere igualdad, social y ante la ley, pero hoy parecen decididos a ignorarlo.