Mi peor campaña fue mi primera campaña. Y como esa vez yo fui también mi propio cliente no puedo responsabilizar a nadie más que a mí mismo por semejante fracaso. Fue en 1991, yo tenía veintipocos años, estudiaba Ciencias Políticas y animado por mis amigos del Partido Intransigente decidí ser candidato a concejal en Los Toldos, mi ciudad natal. Mirado con la distancia de los años, es fácil llegar a una primera conclusión: hice todo mal, comenzando por aceptar la candidatura.

 

Una cosa es que te interese la política y otra muy diferente es querer dedicar tu vida a hacer política. En la época ni siquiera vivía en Los Toldos, estudiaba en Rosario y mal podría representar a los vecinos de mi pueblo viviendo a 300 kilómetros de distancia. Ese pequeño detalle pasó por mi cabeza, pero el deseo de ser candidato, más entusiasmo que verdadera vocación, lo reprimió en un segundo.

 

Otro error fue ser al mismo tiempo candidato, mi jefe de campaña y mi coordinador de plano de gobierno. No cumplí bien ninguno de los tres roles porque el que mucho abarca poco aprieta. Decidí que mejorar la salud municipal sería mi propuesta principal y diseñé un folleto para presentar a los electores un nuevo sistema de gestión del hospital con participación de las personas. El folleto era un sinfín de flechas de flujo y cifras estadísticas que ni yo mismo podía entender ni mucho menos explicar.

 

Pero el dato más significativo de esa campaña, y es sobre esto que quiero hablar, es que en esa elección mi madre fue mi adversaria. Ella era candidata por la Unión Cívica Radical, partido que acabó ganando la elección. Nosotros sacamos mil votos y llegamos terceros después del Peronismo y así, sin mucha pena y con nada de gloria, comenzó y terminó mi carrera política.

 

La noche de la elección, nuestro comité tenía la expresión clásica de la derrota, pero yo sentía el secreto alivio de los que al perder se sacan un peso de encima. Estábamos ahí, con cara de otra vez será, cuando alguien avisó que la caravana de los vencedores se aproximaba por la Avenida San Martín y todos salimos a ver qué se siente ganar. De pronto, el primer auto de la caravana se detuvo frente a nuestro comité, una puerta se abrió y del auto bajó mi madre, con una sonrisa enorme en la cara mientras agitaba unos panfletos blancos y rojos con la mano, y como levitando de alegría vino hacía mi. Yo fui instantáneamente catapultado hacia ella por mi inconsciente y frente a todos los presentes en aquella noche primaveral de fines de octubre nos dimos el mayor y más intenso abrazo de nuestras vidas. No sé cuanto tiempo duró ese abrazo pero ahora que lo escribo me doy cuenta que aún no terminó.

 

Después nos felicitamos mutuamente y cuando me di vuelta para volver al comité de los derrotados la mayoría estaba con lágrimas en los ojos o sonrisas de ternura en la boca. Hasta los intransigentes habían transigido con la emoción de ver una madre y un hijo dejar de lado las diferencias políticas (que no eran muchas si en verdad había alguna) para volver a ser, simplemente, una madre y un hijo.

 

Hoy, a veintiseis años de ese abrazo, cientos de libros de neurociencias aplicadas a las campañas electorales, afirman que la decisión de elegir un candidato y no otro es casi exclusivamente emocional.

 

Que estamos hechos más de esperanza y miedo, de ilusiones y decepciones, de simpatías y antipatías, que de números y estadísticas. Que al final de cuentas, la cabeza hace lo que el corazón manda. Mi corazón lo supo desde siempre. Mi cabeza demoró un poco más en darse cuenta.